Él tenía 19 años. Ella, 77. Una mujer de grandes ojos, pelo entrecano, largo, castaño.
Durante más de 3 meses, antes de irse a dormir, desde que se había enterado por casualidad que ella sufría de una infeccion generalizada, el joven le rezaba fervorosa y quizá furiosamente a dios para que la curara, que no se la llevara. Esas eran las únicas dos frases que repetía hasta quedarse dormido: "Curala, por favor. No te la lleves."
El paso de los días dejaba rastros indudables sobre el cuerpo de ella, rastros de que algo no estaba funcionando en las plegarias del muchacho. Se hacía cada vez más chiquita; los anteojos que usaba le quedaban cada vez más enormes y temblaban con la respiración, cada vez más agitada, que movilizaba todo su rostro.
Durante exactamente dos meses, absolutamente todas las noches (y muchas veces también de día), el muchacho rezó pidiendo que la mujer se salvara.
Un día de verano tardío, a las 13:10 de la tarde, la vio por última vez tendida en la cama. Terriblemente gastada y agitada. El cabello castaño había desaparecido por completo. Los anteojos ya no le hacían falta. Era ver una vela que se apagaba.
Desconcierto y dolor rasurante en el rostro de la madre del muchacho. Angustia y resignación en el rostro de su padre. Sensación de entumecimiento, quizá, en todos lo que lo rodeaban y en él mismo.
Fue la primera vez en la vida que el empezó a pensar que algo no funcionaba bien en su religión. O que al menos él no había entendido de qué se trataba.
La primera situación en su vida que lo hizo empezar a pensar que tal vez el dios que le habían mostrado en las clases de catequesis distaba bastante de aliviar sus dolores y el de sus seres queridos. ¿Cómo era posible que un dios justo, misericordioso y amante de sus hijos (aunque tremendamente celoso), no hubiera escuchado y accedido al pedido de amor?
Una de las aristas del sistema heredado culturalmente se empezaba a resquebrajar, casi en silencio. La muerte de esa mujer fue la primera situación bendita de liberación en la vida del joven, independientemente del dolor que le provocó.
Gracias a ese dolor, el empezó a dar un paso hacia otra dirección para encontrar a un dios "más verdadero", o al menos un dios que tuviera más que ver con él. Un ser que no estuviera plasmado de tantas contradicciones y paradojas como lo presenta la religión católica, según se interpreta en la biblia.
De lo que siempre estuvo seguro el , sin embargo, es que el espíritu de la mujer no murió esa tarde de febrero de 1997. Al menos no murió como la mayoría de los humanos estamos acostumbrados a entender la muerte (más que entender, a temer). Después del lógico duelo que vivieron todos en la familia, una sensación de paz interior calmó definitivamente, durante un largo tiempo, un síntoma físico que había estado invadiendolo durante muchos años.
Y hoy, tantos años después, el niño (que ya no lo es, por supuesto) sabe certeramente que la presencia del espíritu de esa mujer siguió estando al lado de toda la familia después de su muerte y que fue ella quien lo sanó en ese momento, a su manera.
Y le da gracias porque tanto su vida como su muerte rompieron las grandes cadenas de las puertas que encerraban la verdadera religiosidad.
Ahora es todo claro: ese año empezó a sucumbir muy, pero muy lentamente, el concepto de pecado original, de ira de dios, de venganza, de castigo, de infierno y de paraíso como lugares concretos o metafísicos.
Y porque esa mujer está acá ahora y al mismo tiempo está en todos lados, este regalo, el poema que sigue (creo, de un jefe de tribu indígena) es para ella y para el (que ya es un hombre). Para que se recuesten juntos en la cama y lo lean, así como solían leer o charlar cuando ella lo visitaba, hace tantos años atrás:
Durante más de 3 meses, antes de irse a dormir, desde que se había enterado por casualidad que ella sufría de una infeccion generalizada, el joven le rezaba fervorosa y quizá furiosamente a dios para que la curara, que no se la llevara. Esas eran las únicas dos frases que repetía hasta quedarse dormido: "Curala, por favor. No te la lleves."
El paso de los días dejaba rastros indudables sobre el cuerpo de ella, rastros de que algo no estaba funcionando en las plegarias del muchacho. Se hacía cada vez más chiquita; los anteojos que usaba le quedaban cada vez más enormes y temblaban con la respiración, cada vez más agitada, que movilizaba todo su rostro.
Durante exactamente dos meses, absolutamente todas las noches (y muchas veces también de día), el muchacho rezó pidiendo que la mujer se salvara.
Un día de verano tardío, a las 13:10 de la tarde, la vio por última vez tendida en la cama. Terriblemente gastada y agitada. El cabello castaño había desaparecido por completo. Los anteojos ya no le hacían falta. Era ver una vela que se apagaba.
Desconcierto y dolor rasurante en el rostro de la madre del muchacho. Angustia y resignación en el rostro de su padre. Sensación de entumecimiento, quizá, en todos lo que lo rodeaban y en él mismo.
Fue la primera vez en la vida que el empezó a pensar que algo no funcionaba bien en su religión. O que al menos él no había entendido de qué se trataba.
La primera situación en su vida que lo hizo empezar a pensar que tal vez el dios que le habían mostrado en las clases de catequesis distaba bastante de aliviar sus dolores y el de sus seres queridos. ¿Cómo era posible que un dios justo, misericordioso y amante de sus hijos (aunque tremendamente celoso), no hubiera escuchado y accedido al pedido de amor?
Una de las aristas del sistema heredado culturalmente se empezaba a resquebrajar, casi en silencio. La muerte de esa mujer fue la primera situación bendita de liberación en la vida del joven, independientemente del dolor que le provocó.
Gracias a ese dolor, el empezó a dar un paso hacia otra dirección para encontrar a un dios "más verdadero", o al menos un dios que tuviera más que ver con él. Un ser que no estuviera plasmado de tantas contradicciones y paradojas como lo presenta la religión católica, según se interpreta en la biblia.
De lo que siempre estuvo seguro el , sin embargo, es que el espíritu de la mujer no murió esa tarde de febrero de 1997. Al menos no murió como la mayoría de los humanos estamos acostumbrados a entender la muerte (más que entender, a temer). Después del lógico duelo que vivieron todos en la familia, una sensación de paz interior calmó definitivamente, durante un largo tiempo, un síntoma físico que había estado invadiendolo durante muchos años.
Y hoy, tantos años después, el niño (que ya no lo es, por supuesto) sabe certeramente que la presencia del espíritu de esa mujer siguió estando al lado de toda la familia después de su muerte y que fue ella quien lo sanó en ese momento, a su manera.
Y le da gracias porque tanto su vida como su muerte rompieron las grandes cadenas de las puertas que encerraban la verdadera religiosidad.
Ahora es todo claro: ese año empezó a sucumbir muy, pero muy lentamente, el concepto de pecado original, de ira de dios, de venganza, de castigo, de infierno y de paraíso como lugares concretos o metafísicos.
Y porque esa mujer está acá ahora y al mismo tiempo está en todos lados, este regalo, el poema que sigue (creo, de un jefe de tribu indígena) es para ella y para el (que ya es un hombre). Para que se recuesten juntos en la cama y lo lean, así como solían leer o charlar cuando ella lo visitaba, hace tantos años atrás:
ABUELA
No te pares ante mi tumba ni llores
No estoy allí.
No duermo.
Soy mil vientos que soplan,
Soy un diamante en la nieve,
Soy la luz del sol acariciando el césped,
Soy la lluvia de otoño.
Cuando te despiertas en el silencio de la mañana
Soy la ráfaga veloz que se eleva
Con los pájaros que vuelan en círculo.
Soy las estrellas que brillan en la noche.
No te pares frente a mi tumba, ni llores.
No estoy allí. No duermo.
No he muerto.
No te pares ante mi tumba ni llores
No estoy allí.
No duermo.
Soy mil vientos que soplan,
Soy un diamante en la nieve,
Soy la luz del sol acariciando el césped,
Soy la lluvia de otoño.
Cuando te despiertas en el silencio de la mañana
Soy la ráfaga veloz que se eleva
Con los pájaros que vuelan en círculo.
Soy las estrellas que brillan en la noche.
No te pares frente a mi tumba, ni llores.
No estoy allí. No duermo.
No he muerto.
Pd.: El muchacho era yo. La mujer que se moría, mi abuela.
Roosevelt